SOBREPROTECCIÓN EN LA INFANCIA Y CÓMO NOS AFECTA EN LA VIDA ADULTA


Los estilos de apego desarrollados con nuestros padres durante la infancia marcan obligatoriamente nuestra vida como adultos, la forma en que vemos, interpretamos y nos relacionamos con el mundo que nos rodea, la forma en que nos relacionamos con los demás y cómo afrontamos lo que nos ocurre.

Los procesos de vinculación en la infancia y el logro de la satisfacción de nuestras necesidades básicas marca el desarrollo futuro de nuestra identidad y condiciona nuestra forma de relacionarnos y de dar y recibir amor, cuidado y protección cuando somos adultos.

Si sientes, por ejemplo, “que la vida es muy dura”, “que cuesta mucho conseguir la cosas”, “que nadie valora tus esfuerzos” o “que no valoran tu trabajo”, todo esto te está diciendo algo sobre ti. Y las respuestas, están dentro de ti, no fuera.

“Quien mira afuera, sueña. Quien mira adentro, despierta” – C.G. Jung

Dar un vistazo a nuestros primeros años de vida y las dinámicas familiares puede hacernos entender muchas cosas que “nos ocurren” como adultos, pues todas estas cosas nos están hablando de nosotros mismos. No vemos la realidad como es, sino como somos.

Existen diversos estilos de apego, según el tipo de relación que se establece entre nuestros progenitores y nosotros, sobretodo, durante los primeros años de vida. Algunos son más sanos que otros. Hoy nos vamos a centrar en la sobreprotección y sus consecuencias en nuestra vida adulta. 

Los padres sobreprotectores son padres que desean evitar a toda costa que sus hijos sufran, se equivoquen, se expongan a situaciones conflictivas o dolorosas. Intentan por todos los medios ahorrarles malos tragos, equivocaciones, riesgos, sin darse cuenta de que están grabando en el subconsciente de sus hijos dos mensajes básicos: “ya lo hago yo por ti, que tú no puedes/sabes/eres capaz” y “el mundo es peligroso, muévete lo mínimo posible”.


Si intentas hablar con ellos te dirán que actúan de ese modo “por amor” pero en realidad actúan “por miedo”. Lo que hay detrás de esta conducta es miedo. Un miedo atroz y cierto egoísmo encubierto. Pues no actúan de este modo por el bienestar de sus hijos, sino por un miedo (aunque este es inconsciente) a sufrir si a sus hijos les ocurre algo. Aquí, el sentimiento de culpa, si aquello que temen ocurriera, también juega un papel muy importante. “Si a mi hijo le pasa algo por mi culpa, no me lo podré perdonar”.

También las propias creencias inconscientes y limitantes de los padres condicionan su comportamiento respecto a sus hijos.

Por ejemplo: si mi madre ve el mundo como un lugar amenazante en el que se corre el riesgo de morir en cada vuelta de la esquina, me impedirá hacer un sinfín de cosas, por si me ocurre algo, inyectando el miedo en mi interior. Esta es una probable semilla del trastorno de ansiedad en la vida adulta.

Evidentemente, todo este proceso es inconsciente: los padres no saben que actúan de este modo por estos motivos. Piensan que lo hacen por amor y que esta es la manera adecuada de educar y de amar a sus hijos.

Un pez no sabe que vive en el agua. De hecho, porque vive inmerso en ella, su vida transcurre sin advertir su existencia. Lo mismo ocurre cuando una conducta es normalizada, se vuelve invisible”.

Por eso es importante que nosotros despertemos y comencemos a tomar conciencia para poder comenzar a sanar. Y solo podemos tomar conciencia dejando de mirar hacia afuera (“son los demás lo que me complican las cosas”, “es que la vida es muy difícil”, “tengo muy mala suerte”) y comenzando a mirar hacia dentro de nosotros mismos con honestidad.

La sobreprotección es una negligencia y se paga muy cara en la vida adulta.

Como siempre digo, no podemos transformar, cambiar, ni sanar nada de lo que no seamos conscientes. Si no tomamos consciencia ahora, estas “heridas” pasarán a la siguiente generación a través de nuestros hijos, hasta que alguien abra los ojos y cambie el software instalado.

Los efectos más comunes de la sobreprotección en nuestra vida adulta son:
  •  Baja tolerancia a la frustración.
  • Egocentrismo.
  • Baja autoestima, incapacidad para ver los propios talentos.
  • Trastornos de ansiedad.
  • Depresión.
  • El síndrome del tirano o, por el contrario, tendencia a la sumisión.
  • Inseguridad, dificultad para tomar decisiones o emprender nuevos proyectos.
  • Dificultad para reconocer sus errores y asumir responsabilidades.
  • Falta de madurez.
  • Dependencia emocional.
  • Miedo a la soledad (entre otros muchos).
  • Regresiones constantes (se despiertan viejas heridas en situaciones actuales similares a las “sufridas” en el pasado, de modo que quién actúa no es el adulto sino el niño que un día fue, y en base a lo que un día le ocurrió).


Asumiendo nuestra parte de responsabilidad

Es claro que nuestros padres fueron para nosotros un referente durante la niñez, y que durante años, vimos e interpretamos el mundo a través de sus propios ojos. Hicimos frente a la vida con los recursos internos de los que disponíamos y “compramos” una serie de creencias y patrones de comportamiento según el nivel de conciencia en el que nos encontrábamos en aquellos momentos.

No somos responsables de “lo que nos ocurrió” pero sí de qué hacemos con ello. ¿Elegimos mirar hacia otro lado?  O ¿Nos comprometemos con nosotros mismos y con nuestra sanación?

La sanación emocional es imprescindible si queremos mantener unas relaciones personales armoniosas y tener una vida plena.


Hacia la sanación…

A grandes rasgos, estos serían los pasos a seguir si decidimos comenzar a sanar. Este proceso, sirve para sanar cualquier herida interior, aunque aquí lo expongo en concreto para casos de sobreprotección en la infancia.

1.- Tomar consciencia de que hay algo que sanar. 

Esto puede parecer muy evidente, pero no lo es tanto. Muchos podemos continuar en la fantasía de que “son los demás” los que me están complicando la vida. O de que es la vida la que es complicada. O de que “es que tengo muy mala suerte”, o que “todo me ocurre a mi”. Junto con esto, mirar hacia dentro en vez de mirar hacia afuera. Cuando te das cuenta de que todo lo que sucede en tu mundo externo guarda relación con tu mundo interior y que para cambiar tu realidad, has de sanar tú primero, te vuelves responsable de ti mismo.

2.- Revisar nuestra infancia. Revisar nuestro pasado y la relación que teníamos (y tenemos) con nuestros padres y como nos está afectando en la actualidad.

Si sufrimos de sobreprotección, es seguro que tendremos actualmente tensión con el progenitor sobreprotector. Esta tensión (relación amor-odio) es fruto, en gran parte, de la sobreprotección y los efectos que esta ha tenido en nosotros como adultos y signo de que todavía está por sanar.

Si no hay tensión es que todavía seguimos ciegos y dormidos, es decir: viendo el mundo a través de sus ojos. Y esto es aplicable, tengamos la edad que tengamos (tengas 20 o 56 años). Entonces lo que hay es dependencia de alguno o varios tipos (emocional, económica, etc).

Esta dependencia puede ser muy sutil y manifestarse a través de limitaciones autoimpuestas en base a creencias que, muchas veces, son inconscientes.

Ejemplo: Sonia tiene 46 años, vive sola desde hace 8 años. No tiene pareja, ha tenido muchas parejas a lo largo de su vida, pero según dice “no ha tenido suerte en el amor”. Se independizó por razones laborales. Ahora mismo le han ofrecido la posibilidad de ascender en la empresa donde trabaja, pero ha rechazado el puesto porque esto implicaría tener que mudarse a otro país definitivamente y aceptar unas responsabilidades para las que dice no sentirse preparada. Ella asegura que es ella quien ha tomado la decisión y lo ha hecho porque “no se ve viviendo en el extranjero”, “que está muy a gusto aquí”.

Sin embargo, cuando hablamos con más profundidad sobre el tema, aparecen una serie de creencias detrás de esta decisión que la están limitando sin que ella sea consciente en un principio.

En el fondo hay un miedo inconsciente a defraudar a su madre si se va. Un miedo que podría expresarse con la creencia “si me marcho al extranjero à no hago lo que mi madre espera de mi”, “si no hago lo que espera de mi à es que no la quiero lo suficiente”, “si la quiero à me tengo que quedar aquí”. La consecuencia es que: renuncia a su vida “por amor”.

Otra creencia, producto de la sobreprotección y que afecta a su decisión de rechazar el puesto, es la creencia de que “yo no sirvo”, “yo no valgo”, “yo no puedo”. Renuncia a determinadas cosas porque cree que no se las merece, que no es suficiente. Claro que para ella, esto no es una creencia, es la forma en que se concibe a sí misma, es “su verdad”.

Creo que con este ejemplo, queda claro de qué estamos hablando.

Este proceso interior es tan sutil que puede pasar desapercibido, pero en realidad, el 90% de nuestras decisiones se basan en procesos y creencias inconscientes grabadas desde nuestra niñez. Solo auto-observándonos y aumentando la consciencia de nosotros mismos, podemos ir desenmascarando nuestra parte subconsciente.


3.- Dar cabida al dolor. 

Reconocer nuestras heridas y ser capaces de expresar nuestras emociones: el enfado, la tristeza, la rabia, el enojo o la ira que podamos sentir hacia nuestros padres. Este es un paso fundamental, y generalmente, complicado de dar. Muchas veces, no queremos reconocer que sentimos ese enfado, que tenemos rencor hacia nuestros padres, porque ¿Cómo va a ser eso posible, si les queremos tanto? Pues sí es posible, y además, es lo más común.

Verlo y aceptar que ambas cosas (amor y enojo, amor y rencor, amor y odio) no son incompatibles, y no sentirnos mal por ello, es fundamental. Y darnos la libertad, el permiso, para sacarlo fuera de las maneras en que necesitemos sacarlo, es clave para nuestra sanación.

Dar cabida al dolor es también sentir nuestra vulnerabilidad. Reconocer y aceptar que la forma en que tuvo lugar nuestra infancia y el modelo de educación que nos dieron nuestros padres nos ha provocado heridas que están sin sanar, que nos están afectando y limitando en nuestra vida adulta, en nuestras relaciones con los demás, y que ahora nos toca hacer de papá y mamá de nosotros mismos. Ser el padre y madre de nuestro niño interior herido.

4.- Re-significar y perdonar.

En realidad son dos procesos en uno pues se van dando de manera solapada. Pues a medida que re-significamos, somos capaces de perdonar.

Re-significar es ampliar la consciencia de lo sucedido. Ver más allá. Poder ver a nuestros padres por dentro, como personas, ya no solo en su rol de padres, y revisar en su historia personal su sufrimiento, sus traumas, su infancia. Puede que ni ellos mismos sepan que sufrieron. Nuestra mente usa mecanismos de defensa para no sentir el dolor, entre ellos:

  •          el humor (se cuentan anécdotas de sucesos tristes pero disfrazadas con humor).
  •     la negación (si tus padres afirman que han tenido una infancia “súper feliz”, por ejemplo, es síntoma de que no lo fue tanto).
  •        el olvido (no tener recuerdos de la infancia es también una señal de que algo fue tan doloroso que se ha olvidado).

Re-significar es poder ver o intuir todo esto que hay detrás de nuestros padres, tenerlo en cuenta, ponernos en su lugar y entender que, en realidad, ellos son igual que nosotros: personas heridas aprendiendo a vivir y a amar, que hacen lo mejor que pueden con los recursos de los que disponen.

Perdonar, entonces, es una decisión interna, un “clic” que se produce en nuestro interior como consecuencia de un “comprender profundo” desde el corazón. Perdonar no es pensar que  “bueno, el otro me hizo lo que me hizo pero como yo soy bueno, le perdono, aunque sigo pensando que lo que me hizo está muy mal”. Perdonar no es tampoco pensar que “yo perdono pero no olvido” o que “yo perdono pero el daño me lo hicieron a mí, yo soy la víctima de lo sucedido”.

Perdonar es comprender que no había nada que perdonar. Y esto no se puede entender desde la razón, sólo puede hacerse desde el corazón.

Perdonar implica ponerse en el lugar del otro, ver dentro del otro, ver sus heridas, ver que si actuó o habló, no actuó o no habló, como lo hizo, es producto de su propia historia y sus propias heridas internas no sanadas. Entender que no pudo haber actuado de otro modo. Ver más allá del dolor propio. Ver el dolor ajeno y acogerlo.

Sin embargo, y paradójicamente, sólo puedo ver el dolor ajeno, cuando me he dispuesto a ver y atravesar el propio. Y eso pasa, necesariamente, por los pasos que hemos explicado con anterioridad, entre ellos la expresión natural del rencor.

“Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad” – C.G.Jung.

En definitiva, cuando miro al otro y me veo a mí mismo, con mis virtudes y mis miserias, entonces soy capaz de perdonar.

Yo soy tú. Tú eres yo. Pero no podemos saberlo si no nos experimentamos previamente como "tú" y como "yo".


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